Después, la jornada laboral transcurriría entre el anhelo de
colaborar con la creación de textos que permitieran hacerle saber a propios y
extraños quién era ese señor de cabello cano y bigote, ganador de premios como
el Cervantes y el Príncipe de Asturias, no así del Nobel. Pero en eso se quedó un
tanto, en deseo.
Al tiempo que esperaba el paso del camión que me llevaría a
la oficina, recordé las declaraciones del poeta José Emilio Pacheco: “Yo nunca
tuve esa vitalidad y esa capacidad de trabajo de Fuentes, siempre lo vi como
una persona, un modelo muy lejano que nunca iba a alcanzar”. Emotivas palabras
pronunciadas en entrevista con Zabludovsky, me dije. Las 15:00 horas y ni un
camión ni taxi se asomaban por el desfigurado pavimento de la calle Manuel
Acuña. Era tarde; muy.
Con paso apresurado llegué a casa y la saqué a la calle.
Azul cielo y blanco. De estilo antiguo. Un año y un mes de paseos y recorridos
que empezaban y terminaban en sonrisa. Me aseguré el casco y avancé con
agilidad sobre la bicicleta.
Juan Manuel y Alcalde. Cinco cuadras para llegar al destino
final. Había sorteado ya hoyancos, camiones con prisas, automovilistas; pensé
en que entre semana sería mejor trasladarme en cuatro llantas y no en dos: era
una exposición al peligro innecesaria, pero, claro, disfrutaba andar en
bicicleta, sentir esa adrenalina y libertad que me regalaba, y de vez en vez
prefería el peligro a la seguridad, a la albiceleste y no al coche.
“¡Hola, Miriam!”, dijo Juan. Sonreí y, aunque un tanto
distraída por el saludo, seguí con mi tarea: encadenar la bici al segundo árbol
de Independencia a Juan Manuel, sobre Pino Suárez. Como cada una de las
¿decenas de veces? Que dejé el vehículo albiazul en las vialidades tapatías, me
aseguré de que el candado hiciera clic. Acompañada de Juan, subí las escaleras
que conducen a mi escritorio y me olvidé de todo. El trabajo acaba por
absorberme en demasía; parezco meterme a un mundo que, a veces, ni siquiera en
sueños abandono por completo.
17:00 horas, 19:45, 21:15, 23:40. El tiempo transcurrió y
llegó la hora de salida. Reflexioné si ir a la pizzería que últimamente
frecuento, pero estaba tan agotada que lo que más quería era llegar a casa.
Descendí las escaleras, me despedí del recepcionista, chequé mi salida en el
aparato ubicado al lado de la puerta y di un paso a la calle.
Nada. No estaba. No di crédito. “¿Por qué tengo el casco en
mano si no traje la bicicleta?”, me pregunté en medio de la confusión. El
cuello se me hizo de piedra, la espalda también se endureció. Volví con el
recepcionista y pregunté, ingenua, sin reflexionar lo que mis labios
pronunciaban: “¿No sabe si los del periódico se llevaron mi bicicleta, si no
debía estar allí y les estorbaba?”. Me sentí tonta. ¿Cómo iba a ser posible
aquello si no tenían la llave del candado? El señor me preguntó si se habían
llevado mi vehículo y externó sus condolencias al darlo por hecho. Silencio.
Salí disparada a la calle, y sin despedirme, solo para
comprobar una vez más el agravio: el robo de mi bicicleta. Por segunda vez en
el día, la desolación e incredulidad cayeron sobre mí. Y, de nuevo, Twitter.
Envié una foto a la red social en que se observaba, pese a la oscuridad de la
noche, el árbol sin bicicleta. Denuncié el hecho. Reclamé. Expresé mi tristeza
y desconcierto. No fue suficiente para consolarme. “Que el dolor cuando es por
dentro es más fuerte, no se alivia con decírselo a la gente”, recordé la
canción.
¡Zas! El casco golpeó la pared de una de las fincas que
estaban de camino al cruce en que tomé un taxi para volver a casa. Ahora la ira
era evidente. Mi cuerpo pidió sacar la energía surgida del coraje de sentirme
irrespetada y el muro la pagó. Así caminé tres cuadras, los dientes apretados,
el cuello tenso, las lágrimas contenidas… alterada.
“¡Ah, qué la chingada!”.
No pasaban taxis. Un nuevo rayo de furia corrió por mi anatomía y pensé
en hacer añicos el casco contra el suelo. Deshacerme de ese pedazo de plástico
que me recordaba la pérdida.
Al fin un carro amarillo detuvo su transitar. Lo abordé.
“Buenas noches”, dijo él. “A Santa Tere, por favor”, recibió por respuesta.
Minutos más tarde, el taxista diría: “Trae casco”. En ese momento, no sin antes
suspirar, contaría mi historia (una que propiciaría el debate sobre la
inseguridad en la ciudad durante el trayecto entero): “Acabo de salir de
trabajar, con la sorpresa de que robaron mi bici”. “Ya no hay respeto”,
contestaría el conductor. “No”, pensaría decepcionada yo.
Casi medianoche. Arribo a casa. “Dos penas en un solo día”, susurré.
Después vendrían los resoplos, el mal humor, el llanto, los recuerdos, las
vueltas de un lado a otro de la cama sin poder pegar ojo… una, dos, tres… cinco
de la madrugada... Ni hablar: las desgracias nunca vienen solas, reza el
proverbio.
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