domingo, 20 de mayo de 2012

Nunca vienen solas

"Interrumpimos a nuestra compañera para anunciar la muerte del escritor Carlos Fuentes”. La voz de Jacobo Zabludovsky resonó en casa. La tostada de pescado cayó sobre el plato. El apetito se fue y el tiempo desaceleró. En un movimiento dejé la silla y corrí al dormitorio. Escalofríos, agua en los ojos. Tecleé con nerviosismo lo que había escuchado y lo publiqué en Twitter. Quería confirmar si realmente había pasado. Por como lo había dicho el experimentado periodista, había un dejo de duda en el aire. Pero no. La esperanza se esfumó. Medios de comunicación, amigos, escritores, replicaban el suceso. "Ultima hora"; "Avance"; "Urgente". "Muere el escritor Carlos..."; "Siento terriblemente la muerte de Fuentes ";”Perder a Carlos Fuentes es perder”… Era un hecho. La desolación se abrió paso y permanecería instalada el día entero. Todo ese martes 15 de mayo, hasta los últimos minutos.     

Después, la jornada laboral transcurriría entre el anhelo de colaborar con la creación de textos que permitieran hacerle saber a propios y extraños quién era ese señor de cabello cano y bigote, ganador de premios como el Cervantes y el Príncipe de Asturias, no así del Nobel. Pero en eso se quedó un tanto, en deseo.

Al tiempo que esperaba el paso del camión que me llevaría a la oficina, recordé las declaraciones del poeta José Emilio Pacheco: “Yo nunca tuve esa vitalidad y esa capacidad de trabajo de Fuentes, siempre lo vi como una persona, un modelo muy lejano que nunca iba a alcanzar”. Emotivas palabras pronunciadas en entrevista con Zabludovsky, me dije. Las 15:00 horas y ni un camión ni taxi se asomaban por el desfigurado pavimento de la calle Manuel Acuña. Era tarde; muy.

Con paso apresurado llegué a casa y la saqué a la calle. Azul cielo y blanco. De estilo antiguo. Un año y un mes de paseos y recorridos que empezaban y terminaban en sonrisa. Me aseguré el casco y avancé con agilidad sobre la bicicleta.  

Juan Manuel y Alcalde. Cinco cuadras para llegar al destino final. Había sorteado ya hoyancos, camiones con prisas, automovilistas; pensé en que entre semana sería mejor trasladarme en cuatro llantas y no en dos: era una exposición al peligro innecesaria, pero, claro, disfrutaba andar en bicicleta, sentir esa adrenalina y libertad que me regalaba, y de vez en vez prefería el peligro a la seguridad, a la albiceleste y no al coche.

“¡Hola, Miriam!”, dijo Juan. Sonreí y, aunque un tanto distraída por el saludo, seguí con mi tarea: encadenar la bici al segundo árbol de Independencia a Juan Manuel, sobre Pino Suárez. Como cada una de las ¿decenas de veces? Que dejé el vehículo albiazul en las vialidades tapatías, me aseguré de que el candado hiciera clic. Acompañada de Juan, subí las escaleras que conducen a mi escritorio y me olvidé de todo. El trabajo acaba por absorberme en demasía; parezco meterme a un mundo que, a veces, ni siquiera en sueños abandono por completo.    

17:00 horas, 19:45, 21:15, 23:40. El tiempo transcurrió y llegó la hora de salida. Reflexioné si ir a la pizzería que últimamente frecuento, pero estaba tan agotada que lo que más quería era llegar a casa. Descendí las escaleras, me despedí del recepcionista, chequé mi salida en el aparato ubicado al lado de la puerta y di un paso a la calle.  

Nada. No estaba. No di crédito. “¿Por qué tengo el casco en mano si no traje la bicicleta?”, me pregunté en medio de la confusión. El cuello se me hizo de piedra, la espalda también se endureció. Volví con el recepcionista y pregunté, ingenua, sin reflexionar lo que mis labios pronunciaban: “¿No sabe si los del periódico se llevaron mi bicicleta, si no debía estar allí y les estorbaba?”. Me sentí tonta. ¿Cómo iba a ser posible aquello si no tenían la llave del candado? El señor me preguntó si se habían llevado mi vehículo y externó sus condolencias al darlo por hecho. Silencio.  

Salí disparada a la calle, y sin despedirme, solo para comprobar una vez más el agravio: el robo de mi bicicleta. Por segunda vez en el día, la desolación e incredulidad cayeron sobre mí. Y, de nuevo, Twitter. Envié una foto a la red social en que se observaba, pese a la oscuridad de la noche, el árbol sin bicicleta. Denuncié el hecho. Reclamé. Expresé mi tristeza y desconcierto. No fue suficiente para consolarme. “Que el dolor cuando es por dentro es más fuerte, no se alivia con decírselo a la gente”, recordé la canción.     

¡Zas! El casco golpeó la pared de una de las fincas que estaban de camino al cruce en que tomé un taxi para volver a casa. Ahora la ira era evidente. Mi cuerpo pidió sacar la energía surgida del coraje de sentirme irrespetada y el muro la pagó. Así caminé tres cuadras, los dientes apretados, el cuello tenso, las lágrimas contenidas… alterada.

“¡Ah, qué la chingada!”.  No pasaban taxis. Un nuevo rayo de furia corrió por mi anatomía y pensé en hacer añicos el casco contra el suelo. Deshacerme de ese pedazo de plástico que me recordaba la pérdida.  

Al fin un carro amarillo detuvo su transitar. Lo abordé. “Buenas noches”, dijo él. “A Santa Tere, por favor”, recibió por respuesta. Minutos más tarde, el taxista diría: “Trae casco”. En ese momento, no sin antes suspirar, contaría mi historia (una que propiciaría el debate sobre la inseguridad en la ciudad durante el trayecto entero): “Acabo de salir de trabajar, con la sorpresa de que robaron mi bici”. “Ya no hay respeto”, contestaría el conductor. “No”, pensaría decepcionada yo.

Casi medianoche. Arribo a casa. “Dos penas en un solo día”, susurré. Después vendrían los resoplos, el mal humor, el llanto, los recuerdos, las vueltas de un lado a otro de la cama sin poder pegar ojo… una, dos, tres… cinco de la madrugada... Ni hablar: las desgracias nunca vienen solas, reza el proverbio.
https://twitter.com/#!/MiriamPadilla/status/202623639386984449/photo/1

3 comentarios:

  1. Un excelente escrito, lamento mucho tu pérdida y la de todos, pero me alegro que al menos me procuré de esta deliciosa lectura. Ánimo!

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  2. Aunque lo que te sucedió no es nada grato, me gustó tu manera de narrar.
    Confío dispongas de una nueva bicicleta o de perdido, de un mejor candado... =(
    sigue adelante!

    Daniel

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